En la íntima serenidad de un jardín japonés, donde el susurro del viento acaricia suavemente las hojas de árboles centenarios, tuvo lugar un encuentro que se convertiría en una parábola transmitida a través de las generaciones. En aquel día memorable, Nan-In, un sabio venerado del siglo XIX, recibió en su humilde pero serena morada a un erudito occidental, sediento de conocimiento sobre los misterios del Zen.
El profesor, un hombre de ideas vastas y abarcadoras, había venido de tierras lejanas, cargando consigo el peso de libros eruditos y teorías complejas. Con un fervor casi infantil, había buscado penetrar las profundidades del Zen, la filosofía que parecía ofrecer una paz y claridad tan anheladas.
Pero en presencia de Nan-In, el profesor parecía un río desbordado, un torrente de palabras y pensamientos que brotaba sin cesar, eclipsando los simples placeres del momento presente. Hablaba de conceptos, ideologías y teorías complejas, creando una sinfonía de ideas que llenaba cada rincón de la habitación.
Mientras tanto, Nan-In preparaba té en un silente y grácil baile. Con movimientos impregnados de serenidad celestial, maniobraba la tetera con una gracia que parecía en armonía con los ritmos del universo.
Cuando el té estuvo listo, Nan-In comenzó a verter el líquido ámbar en la taza del profesor, sus ojos fijos en el visitante, una luz suave pero penetrante en su mirada. Las palabras del profesor continuaban flotando en el aire, una cascada interminable de ideas y teorías.
Pero algo mágico sucedía en la taza de té. A medida que el profesor hablaba, la taza se llenaba lentamente, pero inevitablemente, hasta desbordarse, derramando el té fragante sobre la mesa exquisita, perturbando la quietud del momento.
Finalmente, el profesor se detuvo, su atención captada por el flujo de té que desbordaba su taza. Con una exclamación alarmada, señaló a Nan-In que la taza estaba llena, incapaz de contener ni una gota más.
En el silencio que siguió, el tiempo pareció detenerse. Las palabras anteriores parecían disiparse, dando paso a una claridad repentina. Nan-In, con el rostro iluminado por una sonrisa tranquila y sabia, encontró la mirada del profesor y dijo: «Eres como esta taza, ya lleno de creencias e ideas preconcebidas. ¿Cómo puedo hablarte del Zen si no vacías primero tu taza?»
En el espacio sagrado que se creó, el profesor sintió una apertura, una invitación a abandonar la carga de lo que sabía, para abrazar lo desconocido, lo indefinido, el misterio del Zen.
Y en ese jardín tranquilo, bajo la sombra benévola de árboles antiguos, profesor y maestro compartieron una taza de té, en un silencio puro e inexplorado, donde las posibilidades eran infinitas y donde cada gota de té contenía un universo de sabiduría y paz.